dividido, no sólo por las diferencias económicas, sino también por el aluvión de discriminaciones, que habría que atajarlas cuanto antes.
Promover el cambio en el mundo, pues, tomando como guía a Nelson Mandela, pasa por propiciar el respeto a los derechos humanos y al estado de derecho. Él detestó como pocos la discriminación racial y de género, trazando un camino de libertades para que creciera la armonía entre los pueblos.
Así como la eliminación de la pobreza es un acto de justicia, también la inclusión de las personas a una vida digna ha de considerarse como una ayuda básica. No como una caridad. Es un acto humano que debemos poner en práctica y que está en nuestras manos llevarlo a la realidad. Está visto que sólo mediante una acción disciplinada de las masas se puede asegurar el cambio. Es hora de que revivan los movimientos por la igualdad de los pueblos, por la justicia, por la libertad y de que pongamos las bases de una verdadera alianza humana, donde nadie quede excluido.
Nosotros, las personas, podemos cambiar el mundo. Sin duda, no es tarea sólo de los gobiernos. Cada persona puede ayudar a promover desarrollos más igualitarios, más sostenibles, adoptando actitudes positivas, capaces de generar confianza en nosotros mismos. Ha llegado el momento de las grandes manifestaciones de solidaridad contra la casta de poder, que sólo busca más poder para sí y los suyos, contra las mafias de mercados y contra el espionaje de ciudadanos. En muchos países se ha instalado la cultura de la impunidad y del miedo, que únicamente puede ser combatida con la acción solidaria colectiva.
Para más dolor de la humanidad, tenemos muchas ciudades en el mundo que hoy son hervideros sin ley, territorios enfrentados, comunidades que superan las películas de fugitivos y canallas.
El propio Nelson Mandela dijo una vez: “Podemos cambiar el mundo y transformarlo en un lugar mejor. Eso depende de cada uno de nosotros”. Tomemos este mensaje. Ayudemos a los necesitados. Donemos nuestro tiempo a las personas afectadas por tantas crisis de opresión y por las cargas de marginalidad que habitan en este desordenado planeta. No olvidemos que los problemas mundiales son problemas de todos y deben abordarse de manera tal que los costos y las cargas se distribuyan con justicia. Así, los que menos tienen, o los que menos se han beneficiado, merecen la ayuda de los más favorecidos. Unidos siempre, y pensando en la mejor manera de dar las gracias a un liberador como Nelson, realicemos algo por aquellas personas tratadas injustamente o, al menos, sirvamos de inspiración para ese cambio que el planeta pide a gritos.
Urge, por tanto, cultivar la cultura del bien común y extender dicho cultivo por toda la faz de la tierra. El riesgo de nuestro tiempo es que la clase dirigente no está formada por hombres de estado, sino por hombres de partido, que no siguen las pautas de la universalidad, que mienten y se contradicen como norma, tolerando desde su pedestal las más variadas formas de menosprecio y violación de las personas más débiles. Cuando el sentido auténtico de la solidaridad se eclipsa, nuestra capacidad de discernimiento se atrofia y el bien se disipa entre un vacío de ideas. Es de desear, por consiguiente, un papel más incisivo en la gratuidad de todos, incluido los gobernantes. Ofrezcamos nuestra ayuda más allá de la visión materialista de los propios acontecimientos humanos para, de este modo, avivar generosamente la tarea en favor del desarrollo del mundo y de todos sus moradores.