La estela de atentados en medio de la festividad islámica de Eid el Adha o fiesta del sacrificio, tuvo como objetivos peregrinos y distritos habitados por miembros de la comunidad chiíta, a la que pertenece el primer ministro Nuri el Maliki.

Esa particularidad lleva a pensar que la noria salvaje de explosiones de gran poder destructivo y los ataques de desconocidos armados son fraguados y ejecutados por musulmanes sunitas, a los que algunos medios vinculan con la red Al Qaeda.

Maliki libra una guerra abierta con los ministros sunitas de su gabinete, la cual se ha tornado más vitriólica desde que un tribunal iraquí condeno a muerte al fugitivo vicepresidente Tariq al Hachemi, refugiado en la vecina Turquía, cuyas autoridades rehúsan extraditarlo.

Al Hachemi está acusado de dirigir una suerte de escuadrón de la muerte responsable de la muerte de funcionarios y altos oficiales del Ejército chiítas del que uno de sus yernos y sus guardaespaldas actuaban como ejecutores.

Los atentados del fin de semana tuvieron como escenario barriadas periféricas capitalinas que hasta el presente habían escapado indemnes de la violencia, al parecer debido a las incrementadas medidas de seguridad en las áreas del centro metropolitano y la superpoblada Ciudad Sadr.

Recopilaciones oficiosas indican que desde fines de agosto pasado, cuando los musulmanes observaban el mes de Ramadán, dedicado al ayuno y la oración, han muerto más de 400 personas, contando las víctimas fatales de este fin de semana.

Las cifras son más siniestras si se toma como punto de partida mayo pasado, pues se elevan a más de mil, el peor resultado desde 2010, cuando la resistencia se dirigía sobre todo a las tropas estadounidenses acantonadas aquí en misión de combate.

La progresión geométrica de la violencia pone al primer ministro al Maliki en una posición difícil ya que debe optar por incrementar las medidas de seguridad, para lo que le faltan fuerzas, o dejar que los acontecimientos sigan su curso y el país, a paso ligero, se hunda en el caos.