organizadas de la región, y en particular las islamistas, que carecen de un programa económico alternativo y que, para aplicar el ajeno, tendrán que poner en cuestión los propios principios de las revoluciones que las han llevado al poder. En Túnez, por ejemplo, donde todos los problemas sociales permanecen inalterados o agravados, han bastado cuatro meses para desacreditar a un gobierno que, frente a las protestas, vuelve a recurrir, como la dictadura, a la represión policial. Podemos decir que el Estado español, cuesta abajo, y Túnez, cuesta arriba, uno bajando y otro subiendo, convergen hoy en el máximo de democracia formal compatible con el capitalismo global en recomposición destructiva.
Pero es que los pueblos árabes han elegido además la peor región del planeta, y no sólo el peor momento, para reclamar democracia. Dos factores atenazan el mundo árabe desde el final de la segunda guerra mundial, convirtiéndolo en una bomba de relojería muy difícil de desactivar. El primero es el pacto del Quincey, firmado entre Abdel Aziz Ibn Saud y Franklin D. Roosevelt en 1945, en virtud del cual Arabia Saudí entregaba la hegemonía energética mundial a los EEUU a cambio de poder difundir libremente, gracias a los ingresos del petróleo, la más reaccionaria, fanática y puritana versión del islam: el wahabismo. El segundo factor tiene que ver con la recolonización de la zona en el mismo momento en que todo el resto del mundo se encaminaba hacia su descolonización formal: Israel, en efecto, se convierte en 1948 en el “ariete occidental” -habría dicho Herzl- para penetrar y neutralizar “las amenazas de Asia”. Son estos intereses vitales para las potencias occidentales (el petróleo e Israel) y la respuesta panarabista o panislamista del último medio siglo los que han encerrado en un cepo a pueblos y riquezas durante décadas, convirtiendo a unos y a otras en rehenes de disputas geoestratégicas cuyas víctimas nadie tomaba en consideración. Cuando estalla en diciembre de 2010 la revolución tunecina y se extiende enseguida a todo el mundo árabe, son los jóvenes que reclaman dignidad, exponiendo su vida, los que se sacuden el fatalismo que se había apoderado de todas las fuerzas políticas que, sobre el terreno, negociaban con o se resignaban a las dictaduras que aseguraban el estatus quo en la región.
En un contexto como éste, donde se concentra el mayor número de intereses geoestratégicos del mundo y donde, por tanto, todas las potencias intervenían ya de distinta forma, las intifadas populares, al amenazar el orden regional, han obligado a un esfuerzo contrarrevolucionario cuyos efectos podemos empezar a medir. Dos son especialmente preocupantes. Uno tiene que ver con el interimperialismo regional que enfrenta a Arabia Saudí e Irán y que, tanto en el olvidado Bahrein como en la Siria metonímica, donde se cruzan todas las ambiciones de la zona, está pervirtiendo el democrático impulso original, ciudadano y pan-nacional, para convertirlo en un conflicto sectario sunní/chií. El otro efecto colateral desgraciado es el distanciamiento de un sector de la izquierda mundial, pero ahora también árabe, que, frente a la agresión imperialista, se contrae en la defensa geoestratégica del estatus quo, abandonando las potencialidades revolucionarias de las intifadas, especialmente en Siria. La víctima de esta creciente hegemonía de la geopolítica es sin duda el movimiento popular, marginado por las elecciones (Túnez o Egipto), acallado por la intervención extranjera (Libia o Bahrein), sacrificado por el equilibrio interimperialista (Siria) o sofocado por una combinación de represión y reformas (Marruecos, Jordania, Arabia Saudí, Yemen). Si hay algo realmente subversivo en el mundo árabe es la democracia; y si en algo están de acuerdo todas las fuerzas que se disputan el territorio, con Israel a la cabeza, es en impedirla por todos los medios.
Queda en pie esta doble revolución -contra la dictadura de los tiranos y la dictadura de la geopolítica- por parte de pueblos que todos ignoraban interesadamente y que han alzado la voz tras décadas -siglos- de silencio, reclamando su derecho a regresar a “la corriente central” de la historia para decidir su propio destino. El proceso acaba de empezar y será largo; y el camino estará plagado de obstáculos y de cadáveres. Pero la memoria del año ya transcurrido, y de la dignidad conquistada, garantiza que la lucha, victoriosa o no, es la única alternativa para los condenados de la tierra. “Trabajo, libertad, dignidad nacional”, la triple reivindicación de las revoluciones árabes sigue más viva que nunca.