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Costa Rica: Se ha entronizado la Locura - TicoVisión |
Publicado en 11/12/12 a 09:21:35 GMT-06:00 Por Administrador |
"Veo como una mayoría sigue comprando las falacias que muestra el Gobierno, veo una democracia tremendamente disminuida y una ausencia de oposición..." 11 de diciembre de 2012 | TicoVisión | Redacción - | Opinión | San José, Costa Rica | Tribuna para el Libre Pensamiento Costa Rica: Se ha entronizado la Locura Por Alfonso J. Palacios Echeverría 11 de diciembre de 2012.- En un artículo de Leonardo Boff encontré un término que me llamó la atención sobremanera: homo sapiens/demens, que no necesita mayor explicación y este afamado teólogo no se detiene a dárnosla. Por ello, y precisamente por ello, despertó en mí un cierta inquietud intelectual que quiero compartir. Homo, el hombre; sapiens: que sabe (y los más importante: que sabe que sabe); demens: demente, loco, fuera de sí. Tres palabras que dicen muchísimo sobre nosotros y nuestra actual situación como especie, luego de miles de millones de años de evolución. Pero dice mucho también de nosotros como país de borregos que se deja engañar consuetudinariamente y llevar al corral de la opresión política. Locura, según el diccionario, significa “privación del juicio o del uso de la razón”. Sin embargo, esta acepción no siempre ha sido tal. Antiguamente, se creía que era consecuencia de maniobras sobrenaturales, o netamente demoníacas. También se pensaba que actuaba en el hombre como castigo divino por la culpa de sus pecados. Se designó como locura hasta final del siglo IXX a un determinado comportamiento que rechazaba las normas sociales establecidas. Lo que se interpretó por convenciones sociales como locura fue la desviación de la norma (del latín vulgar delirare, de lira ire, que significaba originalmente en la agricultura "desviado del surco recto"), por culpa de un desequilibrio mental, por el cual un hombre o una mujer padecía de delirios enfermizos, impropios del funcionamiento normal de la razón, que se identificaban por la realización de actos extraños y destructivos. El personaje del loco es, sin lugar a dudas, un personaje que desde tiempos inmemorables ha tenido un lastre, un flagelo en las espaldas. Hoy, a muchos años de las primeras interrogantes acerca de qué pueda ser la locura, no sabemos aún a ciencia cierta lo que ésta sea; lo único que es un hecho es que el loco, ese personaje extrovertido, irreverente y fuera de lo común que hace del mundo un sueño perpetuo, siempre ha sido presa de los peores ataques. ¿Por qué ocurre esto? ¿Será acaso que necesitamos apartar a aquellos que son diferentes para sentirnos iguales? ¿Será que necesitamos apartar a los “enfermos” para sentirnos íntegros? Sería buena idea preguntárselo a algún “loco”, es posible que esté más cuerdo que cualquiera de “nosotros”. Una de las definiciones menos comunes sobre la locura es la que expresa el latín, “locus”, -lugar-, refiere justamente a esa incapacidad que tiene el demente a hablar de otra cosa, salir de sí mismo, de un mismo lugar, del encierro de su mente, siempre, invariablemente, vuelve con su relato una y otra vez al mismo punto, por eso, se dice que está rayado, como los viejos discos de pasta, que no permiten avanzar a la púa de diamante con su lectura de los surcos. El loco vive preso de su pasado, para él, el tiempo no es lineal, ni el tiempo ni el espacio. Para el sicótico, loco irrecuperable, no existe tampoco el paso de las estaciones, los cambios del clima, no hay afuera, un loco puede estar con varios pullover y un saco de abrigo en verano o semidesnudo en invierno. La locura es atemporal, en todas sus dimensiones. El loco no puede salir de sí mismo, comunicarse, no puede producir, no puede amar, no puede tomar contacto con la realidad, tampoco puede divertirse, cuando ríe, es como se ve en las películas de bajo presupuesto, una risa de miedo, patética, lamentable, inhumana. El loco tiene una innegable incapacidad para vivir experiencias nuevas. No puede. Tal es su drama. Hasta hace no mucho se hablaba de la exclusión de la locura y de la figura del loco como representante y mentor de lo reprobable. Siempre se ha recurrido a una figura extraña, llámese loco, delincuente, indigente, drogadicto, etcétera, para nominar aquello que pone en peligro la integridad de un Estado o de un orden político, y parece que siempre hay nuevas versiones de designación. Quizás sea cuestionable la relación que tiene la locura con la delincuencia, con la drogadicción, o con otros ejemplos parecidos; diremos entonces que todo aquello que no entre en la razón de un orden político determinado, es designado como loco. Hace falta una gran obra –como la Historia de la locura en la época clásica de Michel Foucault– para darnos cuenta de la exclusión sistematizada de la locura, de la neutralización de la misma, de su introducción y apropiación con fines médicos y la relación que tiene con otras estructuras sociales de exclusión. En efecto, con todo lo anterior queremos decir que hay claramente una relación innegable entre locura y política. La locura siempre fue un tema de debate político. Pero también la política es un tema ante el que suele pronunciarse la palabra locura. A veces podría pensarse que existe la política para poder definir qué es la locura. Por eso, la palabra escapa al campo de las psiquiatrías o los estudios de la mente para alojarse en un sentido genérico, que es el modo en que el lenguaje se destruye y perdería su sentido vital. Sin embargo, aun si no se dice nada que posea un significado claro, no por eso estamos locos. “No estamos locos” cuando damos la garantía de que, aun en el enredo de las palabras, no perdimos ni el poder de rectificación ni la cuerda de ironía que permite “retirar todo lo dicho”. La locura no es hablar sin ton ni son –eso lo hacemos todos, todos los días–, sino la culpable incapacidad de revocatoria. La locura es no tener memoria de lo ya hablado, es decir, la pérdida de la facultad de autorreflexión. La capacidad de revocar es una cuerda inherente al habla, un sentimiento que debemos sentir en todos los tratos que emprendemos mediante el lenguaje. Es la garantía de que no hay locura. En los momentos agudos de crisis social, reflorece la pregunta por la locura. En verdad, la percepción de la crisis aparece como un sinónimo de locura. Lo inadmisible puede ser “locura”. Ante lo desquiciado, solemos tener preparada la fácil expresión: “¡qué locura!”. Es una obvia expresión cotidiana, pero podrá tener luego sus redactores psiquiátricos ofrecidos para la gran reparación política. Resurge entonces el recurso de los presuntos salvadores o terapeutas de urgencia que, en primer lugar, son dictaminadores. Dicen: “hay locura”; “el poder está loco”; “los gobiernos están locos”. La amenaza de locura que representan hoy los que ocupan los puestos de gobierno no es, solamente, una amenaza económica –lo cual no es poco en materia de cesión de soberanía–, sino una amenaza al sistema democrático, a la sociedad abierta. Claro que cualquiera de esos funcionarios tiene el argumento a su favor de haber sido elegido democráticamente en las elecciones, las que progresivamente más baja asistencia recaudan, en parte por falta de fe, en parte por desidia en relación con unos señores a los que no hemos oído nombrar en la vida. Si eso ya ocurre en el plano nacional – ¿quién conoce los nombres de los diputados se supone ha elegido?–, ni qué decir tiene que en el plano nacional la ignorancia es mayúscula. Creo que falta una pizca de locura, sólo como antídoto para la epidemia de estupidez que se ha instaurado como cosa común en este país. Dicen los clásicos que la política ha de ser, en lo posible, arte de prudencia, virtud que, como todos sabemos, brilla en nuestro gobierno. Prudencia, no estulticia. Así, pues, si realizamos algunas consideraciones relativas a la sed de poder y a la inercia o anquilosamiento mental en quienes detentan facultades de gobierno encontraríamos con respecto al último factor, que el estancamiento mental generalmente fija principios y límites de un problema político; luego, que apareciendo disonancias y fallas, los principios iniciales se vuelven rígidos, dificultando la realización de análisis sensatos y obstruyendo la enmienda de rumbos; y finalmente la insistencia en medidas fallidas multiplica los daños, tornándose en práctica autodestructiva. Muchos ejemplos de ello hemos percibido últimamente en decisiones gubernamentales, legislativas y judiciales. Diría que observo con tristeza las diversas manifestaciones de locura política que se manifiestan en este país. Veo como una mayoría sigue comprando las falacias que muestra el Gobierno, veo una democracia tremendamente disminuida y una ausencia de oposición. El crecimiento del PIB puede ir bien (aparentemente), pero el índice democrático va en picada y los beneficios económicos se concentran más que nunca en unas cuantas manos. Y la falta de movilización organizada de una buena parte de la sociedad es peligrosa porque las ollas a presión suelen estallar cuando las migajas no llegan, como lo prometió el modelo neoliberal implantado en este país a fuerza de engaños. Finalmente, los últimos incidentes que hemos contemplado durante al menos las semanas anteriores: la lucha entre poderes, las estupideces antológicas expresadas por los políticos, las medidas draconianas del gobierno en contra de las magras finanzas del pueblo subiendo el costo de la vida, los descontroles en muchos campos del devenir nacional, el ridículo internacional al presentarnos como país modelo sabiendo como sabemos nuestras terribles falencias, y la atención que se presta a personajes tristes (auténticamente locos, en el mejor sentido de la palabra) que se oponen a los derechos de las minorías, amparados éstos por convenios internacionales, sobre la base de sus creencias religiosas, muy respetables, si, pero personalísimas, nos hacen pensar que realmente estamos mal, muy mal. “Privación del juicio o el uso de la razón”, sustituyéndolos por ambiciones desmedidas, perversidades evidentes, egoísmos irracionales, desprecio del ciudadano común, equívocos e ignorancia. ¡Estamos gobernados por locos! |
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