San José, 22 de septiembre de 2013.-  Daniel Ortega es uno de esos errores en que –con más o menos frecuencia- parecen incurrir sectores de las izquierdas latinoamericanas. Aunque no de las mismas dimensiones, si es, me parece, un error que va en la misma línea del que se ha venido cometiendo en relación con Siria y su presidente-tirano Bashar al-Assad. Es del tipo de alianzas que, concebidas según la lógica binaria propia de la guerra fría, dejan sin autoridad moral a quienes a ellas se adhieren. Pues es del caso que Ortega –cabeza visible de una cierta fuerza política en Nicaragua- es un sujeto con discursos y poses de izquierda, cuyo sostén político principal está en la alianza con diversos gobiernos –llamados progresistas- en América Latina.

Dije discursos y poses de izquierda. Agréguesele a lo anterior, concreciones políticas de línea inequívocamente neoliberal más una escuela de corrupción y venalidad de características, digámoslo así, realmente despampanantes. Se trata de uno de los cocteles más tóxicos y extraños que nadie podría imaginar.

Parece que, encima, es un sujeto más bien desequilibrado. Porque no otra conclusión saco de la forma tan agresiva e imprudente como ha decidido poner a