16 de junio de 2014.-  Conocí a Alberto Cañas lo suficiente como para poder opinar sobre las facetas amables de su personalidad, y también sobre aquellas otras que no lo eran. Y, sin embargo, creo que estas segundas no merecen ser recordadas hoy. En todo caso, mejor quedarse con las primeras.

Brevemente comentaré una anécdota: siendo él diputado en el período 94-98, le colaboré como asesor por algún tiempo. Recién se había firmado el infausto pacto Figueres-Calderón-Rodríguez, el cual materializaba un acuerdo bipartidista orientado a profundizar la propuesta neoliberal, muy en el espíritu de los Menem, Salinas de Gortari y Fujimori, muy de moda en aquellos días en toda América Latina.

Por entonces el periódico La República, bajo una conducción relativamente más amplia y pluralista, me concedía espacio para publicar mis artículos de opinión. Y desde esa tribuna pública combatí con todas mis fuerzas aquel detestable pacto. Y lo hice al mismo tiempo que asesoraba a don Alberto, quien, por otra parte, era un diputado muy cercano a Figueres Olsen, a quien le unía una relación de mucho afecto.

Lo que quiero subrayar es un punto: jamás, jamás don Alberto emitió un solo comentario ni actuó de ninguna forma que yo pudiera interpretar como un intento por frenar mis críticas o hacerme modificar mi posición. Siempre respetó mis opiniones, y me respetó a mí en lo personal, de forma total. Incluso luego hubo ocasión para que me dejara claro hasta qué punto creía y confiaba en mis capacidades y en la rectitud de mi posición (pero esa parte se las quedo debiendo; será en otra ocasión).