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Creación y crítica en Vargas Llosa - TicoVisión |
Publicado en 10/10/10 a 10:27:31 GMT-06:00 Por Administrador |
10 de Octubre de 2010 TicoVisión Por Juan Manuel García Ramos Santa Cruz de Tenerife A lo largo de la vida uno puede dejar de creer en muchas cosas, pero nunca debe dejar de creer en las palabras, porque son ellas las que justifican nuestro paso por el mundo hasta nuestro último aliento. Ese principio verbal tutela currículos como el de Vargas Llosa, que empezó a escribir para creer en algo que estuviera más allá de las palabras y ha terminado por aferrarse a ellas como un náufrago a su providencial tabla salvadora. La experiencia existencial tiende a volvernos escépticos, como le ocurrió al revolucionario Alejandro Mayta de la historia de Vargas Llosa, como le sucedió al escritor metido a candidato a la presidencia de la República del Perú en 1990 y al ganador de la primera vuelta de esas elecciones. Pero la vida empieza precisamente después de las verdaderas derrotas. Y de ahí parte todo el sentido de la literatura: de la responsabilidad de construir universos paralelos, nunca vicarios, al universo de nuestras rutinas; de la responsabilidad de no aceptar una sola metáfora, una sola interpretación de algo que tiene muchas y excitantes interpretaciones. Como nos ha dejado dicho Nicanor Parra en uno de sus poemas -"Cambios de nombre"-, El poeta no cumple su palabra / Si no cambia el nombre de las cosas. El nombre de Mario Vargas Llosa es una cifra harto conocida de la clasificación de la literatura universal. Una bibliografía que comienza en la precocidad, con el estreno, en 1952, a los dieciocho años del escritor, en la ciudad fluvial de Piura, de una obra de teatro hoy perdida, La huida del Inca, y termina apenas ayer con la recompensa del Premio Cervantes en 1994, las reiteradas postulaciones al Nobel, ahora por fin conseguido, o la confirmación de su vitalidad creadora en su última novela El sueño del celta (2010). Entre esos dos títulos y esas tres o cuatro fechas, hay muchos Vargas Llosa: el narrador, por supuesto, pero también el crítico en todas sus dimensiones, culturales y políticas, el dramaturgo que se niega a dejar de serlo a través de carteleras tan imprescindibles como La señorita de Tacna, Kathie y el hipopótamo, La Chunga o el Odiseo y Penélope de ayer mismo; el hombre público que cede a la presión de los paisanos que lo quieren presidente de su país natal, el académico, el intelectual reconocido en todo el mundo. El secreto de esa proliferación de personalidades siempre rigurosas es el trabajo, el trabajo permanente y profesionalizado, y la reflexión insobornable sobre el pasado íntimo y colectivo, el presente y el futuro que nos espera. La estatura cultural de Mario Vargas Llosa tiene algunos ejemplos en el siglo XXhispanoamericano en las trayectorias de nombres como los de Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges u Octavio Paz, porque su reflexión crítica sobre el trabajo creador y sobre la sociedad que le ha tocado en suerte es tan escrupulosa e intensa -¿tan polémica?- como la construcción de sus cuentos, de sus novelas o de sus textos dramáticos. Y para comprobarlo no hay nada más que acudir a su labor de interpretación de la narrativa de Joanot Martorell, de García Márquez, de Gustave Flaubert, de José María Arguedas, de Víctor Hugo, a sus ensayos de La verdad de las mentiras o a las didácticas páginas de Cartas a un joven novelista; como también a la primera entrega de sus memorias contenida en El pez en el agua, donde nos demuestra con insolencia que un escritor nunca pierde el tiempo, incluso cuando la vida lo lleva por la ventoleras de la política activa. Aunque por encima de todas esas actividades, el Vargas Llosa que nos deslumbra es el ingeniero del género narrativo capaz de retorcerle el cuello al cisne de la historia, a la personal e intransferible historia o a la común y divulgada oficialmente, para demostrarnos a todos que la literatura es un dominio del conocimiento humano no sólo más ambicioso sino más incitante e indispensable. La única ciencia exacta, porque ha sido la única que ha partido de la imperfección humana para no dejar de dar vueltas sobre ella sin perder el entusiasmo desde hace más de treinta siglos. Como dijo el lingüista y comprobamos en el quehacer de Vargas Llosa, la literatura es una violencia organizada del lenguaje capaz de invadir y de redefinir a su antojo otras disciplinas del conocimiento y de la comunicación humanas. La primera etapa del itinerario narrativo de Mario Vargas Llosa, la que va de su libro de cuentos Los jefes (1959) a su novela Conversación en la Catedral (1969), ya daría para inmortalizar a un fabulador. Tal es el coraje del firmante de esas páginas a la hora de radiografiar a su país en todas las latitudes y tal es la originalidad de la composición de sus textos, siempre con William Faulkner al lado y soplándole al oído la receta mágica y radical: el secreto está en la forma de contar las cosas, no en lo que se cuenta. La juventud violenta, el aprendizaje complejo de la vida, en La ciudad y los perros, en Los cachorros, antes en ese otro título ya citado, Los jefes; lo rural, lo atávico, en contraste con lo urbano, con lo convencional, la ciudad y la selva, los escalones sociales y sus desafíos, en La Casa Verde; la dictadura política y la humillación cívica, el Perú jodidoConversación en la Catedral. Pero hay otro segundo Vargas Llosa narrador no menos sorprendente. El que juega al humor y a la relajación de las anteriores arquitecturas narrativas en Pantaleón y las visitadoras y en La tía Julia y el escribidor; el desencuadernador de la historia ya escrita de La guerra del fin del mundo, de La fiesta del Chivo, de El paraíso en la otra esquina, y el de la apasionante vida del irlandés Roger Casement de El sueño del celta (novela que empezará a venderse a partir de noviembre); el revolucionario desengañado de La historia de Mayta y de Lituma en los Andes; el cuestionador del poder establecido ya planteado en La ciudad y los perros y luego retomado en clave policial en ¿Quién mató a Palomino Molero?; el que regresa casi por obligación hechicera al mundo de La Casa Verde y al Perú indígena de la Amazonía a través de El hablador; el lector de la literatura fetichista de Sade y de Restiff de la Bretonne de Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto y, en cierta manera, de Travesuras de la niña mala, aunque la redacción de esta novela también sea deudora de algunos episodios autobiográficos de La tía Julia y el escribidor. Mario Vargas Llosa se escapa de cualquier catalogación crítica que intente encarcelar su creatividad a base de un par de conceptos más o menos acertados. Es un escritor en marcha, un pensador impredecible, con el que vale la pena discrepar para darnos cuenta de que el respeto por el otro es el signo más inequívoco del espíritu liberal y democrático -la liberalidad es una cuestión de generosidad, como ya nos demostró Cervantes en una de sus novelas ejemplares-, pero ello sin bajar la guardia en ningún instante, porque el polemista Vargas Llosa es un hombre sin edad, una mente indomable y en alerta cuidadosa que llega a las últimas consecuencias cuando se siente seguro de sus razonamientos. El Parlamento español ha votado en su mayoría a favor de que la mujer tenga derecho a voto. para siempre, en LITERATURA. |
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